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domingo, 2 de marzo de 2014

Razón del rechazo a Dios (2 de 2) [José Martí]


Y no vale decir que lo que importa es la "misericordia". Sí, eso está muy bien; por supuesto que sí, pero siempre que ésta sea entendida e interpretada al modo divino y no al modo humano. Porque es bien cierto que "Dios es rico en misericordia" (Ef 2,4), pero también lo es que "cada cual recibirá la recompensa según su trabajo" (1 Cor 3,8). El mismo Jesús lo dice con toda claridad: "Mira que vengo pronto y conmigo mi recompensa para dar a cada uno según sus obras" (Ap 22,12) es decir, según su amor (porque esa es la obra que el Padre quiere). Dios ha querido hacernos partícipes de su Amor y sin correspondencia a ese Amor por nuestra parte, no se podría hablar propiamente de amor, pues el amor no se impone, es esencialmente libre. Dios cuenta con nuestra respuesta amorosa, que es la que hace posible nuestra salvación. Y esto porque Él así lo ha querido: ni más ni menos. Recordemos lo que decía el gran San Agustín: "Dios, que te creó sin tí, no te salvará sin tí"

En Dios se da, al mismo tiempo, el ser infinitamente misericordioso y el ser infinitamente justo, hasta el punto de que, en Dios ambas, la Justicia y la Misericordia, son una y la misma cosa, pues Dios es simplicísimo. En su misericordia manifiesta su justicia, y en su juicio se hace patente su misericordia. Para nosotros esto es un misterio, pero es que los Misterios y lo sobrenatural son esenciales en la Religión Católica


Nunca, bajo ningún concepto, ni por razones pastorales ni por nada, se pueden decir mentiras acerca de Dios. O dicho de otro modo, nunca se puede (¡nunca se debe!) decir sólo una parte de la verdad. Las verdades a medias son mentiras a medias. En definitiva son peores que las mentiras claras y manifiestas, pues éstas se descubrirían enseguida, por evidentes. En cambio, las otras (las que se nos presentan con apariencia de verdad) son más perniciosas, produciendo en los cristianos una gran confusión, lo que es mucho peor.
     
El trasfondo de todo lo que está sucediendo hoy es que el hombre es incapaz de concebir y de aceptar el hecho, histórico por lo demás, de que Dios se haya rebajado, haciéndose un hombre como nosotros y, además, sufriendo una muerte de cruz reservada sólo para los criminales. No puede admitir, de ninguna de las maneras, que Dios, siendo Dios, el Creador del Universo, por amor a nosotros, se haya revelado en la pequeñez. Desde luego los pensamientos de Dios no son los nuestros (Is, 55,8). Por eso Jesús exclamó: "Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido" (Mt 11, 25-26).

El hombre "sabio" de hoy en día, puesto que no puede entender estos misterios (¿y quién los iba a entender?... ¡dejarían de ser tales misterios!) HA DECIDIDO que no existen los misterios. Y acude a "explicaciones" absurdas que son más inverosímiles que los mismos misterios. Hemos vuelto a caer, una vez más, en la vieja tentación en la que cayó Eva, (y posteriormente Adán) cuando comieron del árbol que estaba en medio del jardín (y del que Dios les había prohibido comer a ambos para probar su fidelidad y su amor hacia Él). En lugar de vivir agradecidos por todo lo que habían recibido, prestaron atención al Diablo dándole más crédito que a Dios, que los había creado, y cayeron en el más terrible de los pecados, el pecado de soberbia. 


Hicieron caso de las palabras diabólicas y mentirosas de Lucifer: "Seréis como Dios, conocedores del bien y del mal" (Gen 3,5) y desobedecieron a Dios, pensando que ahora ellos serían incluso más que Dios, pues podrían decidir lo que está bien y lo que está mal, sin estar sometidos a nadie. Ya sabemos el resultado. Fueron expulsados del Paraíso y se les cerraron las puertas del Cielo. Como consecuencia, el hombre trabajaría "con el sudor de su frente" y la mujer daría a luz "con dolor". 

Lo peor de todo, en cambio, fue el haber dicho no al amor de Dios, pensando egoístamente en sí mismos, en ser ellos más que Dios, sin tener que contar con Él para nada, pues ahora podrían tomar decisiones acerca de lo bueno y de lo malo. Nadie habría por encima de ellos que tomase esas decisiones. Se avergonzaron de su condición de criaturas, de seres creados y dependientes de Dios. No aceptaron esa dependencia amorosa de Dios, no quisieron saber nada con Él. Ése fue su pecado: el mismo pecado que el del arcángel Luzbel y sus secuaces, los ángeles rebeldes, que clamaron: "Non serviam" ('No serviré'): "Hubo una batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles que luchaban contra el dragón. Pelearon el dragón y sus ángeles, pero no vencieron, y no quedó ya más lugar para ellos en el cielo. Y fue lanzado aquel gran dragón, la antigua serpiente que se llama Diablo y Satanás, que engaña al todo el universo; lanzado fue a la tierra, y sus ángeles fueron lanzados con él" (Ap 12, 7-9) 

Y ése es también el pecado del hombre actual. Quiere destronar a Dios y colocarse en lugar de Dios, estableciendo él mismo las leyes que deben seguirse, aunque sean contra natura y abominables. Dios no existe. Ahora es el triunfo del hombre, por fin. ¡Craso error!, pues "de Dios nadie se burla: lo que el hombre siembre eso mismo cosechará" (Gal 6, 7)


Seríamos mucho más felices si, olvidándonos de nosotros mismos, nos fiáramos de Dios; si amáramos nuestra condición de criaturas, creadas por Dios a su imagen y semejanza; si leyéramos el Evangelio con sencillez y al completo, aceptando con humildad, y meditándolo en nuestro corazón (como hizo la Virgen María, nuestra Madre) aquellas cosas que no comprendiéramos; si respetáramos que Dios es Dios y que es Él, y no nosotros, quien dispone que las cosas sean como son. 




Las leyes de Dios gobiernan el universo y a las personas. El conocimiento de esas leyes, cuando se procede con rectitud, nos debería llevar a Dios, que es el autor de todo cuanto existe. Sin embargo, siendo esto así, como lo es, y dada nuestra naturaleza caída y debilitada por el pecado de origen (con el que todos nacemos), en razón del libre albedrío que Dios ha concedido al hombre, es muy posible (¡y real!) que, lleno de soberbia, el hombre, haciendo de nuevo caso del Diablo, Padre de la mentira y de todos los mentirosos, intente desplazar a Dios de su trono para colocarse en su lugar. 


Esto es, precisamente, lo que está ocurriendo hoy en día. Pues bien: que sepa, quien así actúa, que tiene la batalla perdida pues "Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes" (Sant 4,6). Y que, al contrario de lo que sucede con nosotros, las palabras de Dios son verdaderas, y siempre se cumplen. Tenemos su promesa. Y Él es el amigo que nunca falla: "El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán" (Mt 24,35)