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lunes, 11 de mayo de 2015

VOTO CATÓLICO (10): LO ABSOLUTO y la LIBERTAD

Al realizar estas reflexiones en torno al voto católico me doy cuenta de la dificultad que supone el pasar de una a otra y, sobre todo, la dificultad, aún mayor, de saber sobre qué aspecto concreto del tema estoy hablando en cada entrada. Si se quiere acceder al índice de todos los post sobre el voto católico puede pincharse aquíPido disculpas al lector por el inconveniente que esto puede llevar consigo.
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Por lo tanto, si queremos regirnos por un régimen democrático, en principio no tiene por qué haber ningún problema. Pero conviene tener las ideas claras sobre el significado de una sana democracia. Y entonces -pero sólo entonces- actuar en consecuencia. De no hacerlo así lo más probable es que nos engañen y que nos vendan gato por liebre, con la agravante de que si luego vemos que ... ¡de lo prometido nada de nada! pues tendremos que cerrar la boca. Si no, ¿por qué les votamos? Las quejas estarían de más.  

¿Y qué se entiende por sana democracia? En lo que todos estamos de acuerdo es que consiste en elegir a aquellos que queremos que nos gobiernen, mediante el proceso de depositar las papeletas en las urnas, según el dicho de "cada hombre un voto". 

Ahora bien: sería necesario que la Constitución por la que se rige nuestro país fuese clara y no diera lugar a ambigüedades, y esto independientemente del partido o partidos que se encontraran en el Gobierno. Y, por desgracia no es el caso. La Constitución de 1978 por la que se rige España es de una vaguedad impresionante. No hay que ser muy inteligente para darse cuenta de esto ... Y una Constitución así, a efectos prácticos, que son los que cuentan, no vale para mucho. Los hechos cantan: Todos apelan a la Constitución para defender ideas completamente diferentes: ¿Cómo puede ser eso? Sencillamente porque estaba así pensada, desde el principio, para que quienes llegaran luego al Poder pudiesen hacer lo que quisieran 

Pongamos algún ejemplo para entendernos mejor:  En la Constitución de 1978 se puede leer que "todos tienen derecho a la vida". Pero, a la hora de la verdad, y con esa Constitución en la mano, nos encontramos con la ley del aborto de 1985 que ha dado lugar a más de cien mil muertos cada año, desde entonces; la gente -en general-considera como normal este genocidio (al que no llaman así, claro está); la posibilidad de abortar legalmente se considera como un progreso; y para más INRI, a día de hoy el aborto está considerado legalmente como un derecho de la mujer. hecho insensiblehecho, constatable, de que el aborto, reconocido, además, como un derecho de la mujer ... todo ello amparándose en la Constitución. 

Increíble, pero cierto, aunque parezca mentira. Y yo me pregunto: ¿acaso no es una vida humana lo que una mujer embarazada lleva en su vientre?  Por supuesto que lo es. Esto lo saben muy bien todas las madres. Está demostrado y superdemostrado lo que es de sentido común, y todo el mundo sabe.  Y científicamente no cabe duda alguna. Sin embargo, sigue habiendo todavía quien niega, cínicamente, que lo que hay en el vientre de una embarazada sea una vida humana. Se vuelve a cumplir el dicho de que "puede más un burro negando que Aristóteles probando". 

La democracia, la aristocracia, la monarquía, etc ..., no importa el régimen de Gobierno, en todos los casos, sin excepción, es obligatorio el respeto y la aceptación de aquellas verdades básicas de la vida, que lo son siempre, y esto independientemente de la opinión personal que cada uno pueda tener. La naturaleza (incluímos también en ella a las personas) tiene unas leyes que deben de ser respetadas sí o sí. Ningún ser humano puede obrar en contra de esas leyes. O mejor dicho, sí puede hacerlo, pero las consecuencias que de ello se derivan no puede evitarlas, porque escapan a su voluntad. 

No se puede engañar al ciudadano y hacerle creer que lo que él ve como negro es, en realidad, blanco. Y al revés. A cada cosa hay que llamarla por su nombre: "Al pan, pan; y al vino, vino". ¿Qué importa que sea una democracia u otra forma de Gobierno la que impere? Lo que importa es que el Gobierno sea justo y que se atenga a la realidad de los hechos. No se puede relativizar lo que es absoluto, ni se puede absolutizar lo que es relativo. Hay muchos temas que pueden ser sometidos a consenso, porque son discutibles. Y puede haber más de una solución, todas igualmente buenas, al problema que se vaya a debatir ... 

Pero también hay otros temas, muy concretos, sobre los que no tiene sentido el debate ni  pueden ser sometidos a "consenso". No se puede cuestionar si es lícito matar, robar, difamar, fornicar, etc... Con relación a estos temas, lo mismo da que quien esté en el Poder sea demócrata o dictador o monarca o Perico el de los palotes. 


Imagínense que yo hago una encuesta a mis alumnos de matemáticas sobre lo que se entiende por suma, y les propongo la siguiente cuestión: ¿Cuál es el valor de la suma 2 +2?, dándoles tres opciones, para que elijan una: (a) 3; (b) 4; (c) 5.  Realizada la encuesta hacemos un recuento de votos y decidimos, por mayoría, el valor de dicha suma ... ¡en mi clase! De hacer la encuesta en otra clase el resultado podría ser diferente, de modo que la suma 2 + 2 tendría otro valor en la otra clase. Y así podría hacerse en varias clases. ¿Qué valor tomamos como correcto para la dichosa suma?... ¿O serían todos correctos? De ser así, sería muy frecuente escuchar una conversación como ésta, entre alumnos: Oye, no te pongas chulo, que dos y dos son cuatro para tí, pero para mí son cinco, ¿vale?. ... ¡Si yo fuera alumno de esa clase, no votaría ni por asomo!. Pensaría, y con toda razón, que el profesor se ha vuelto majara o bien que nos quiere tomar el pelo. 

La conclusión cae por su propio peso: no es discutible ni se puede someter a votación la proposición:  "¡Dos y dos son cuatro!". La verdad acerca de esa afirmación no depende de que yo esté o no de acuerdo con ella. Mi voluntad sobre el resultado de esa suma no cuenta para nada. Se trata de una realidad absoluta y objetiva, que vale para todos y sobre la que no hay nada que decidir ni nada que votar. ¡Es así de sencillo y no hay que darle más vueltas!.

Pues bien: Ocurre que no sólo para las matemáticas sino también para la moral, hay una serie de reglas o leyes que se cumplen siempre, sí o sí.  Su realidad no depende de lo que yo piense o de lo que a mí me parezca. La persona, al igual que la naturaleza, tiene también sus leyes, a las que está sometida. 

Si una persona no respeta y no acata las leyes que están impresas por Dios en su ser [sea o no creyente] pagará las consecuencias que se deriven de sus opciones y actos: que no le quepa la menor duda. La realidad se encarga de hacer patente lo que acabo de decir.

Tal ocurre, por ejemplo, con los que actúan en contra de los mandamientos de la Ley de Dios, [mandamientos que son un trasunto de la ley natural], a saber, no matar, no robar, no mentir, no cometer actos impuros, no adulterar, no tomar el nombre de Dios en vano, etc... El que mata, el que roba, el que miente, el que adultera, etc.. incurre en pecado. Y eso le pasa factura, más tarde o más temprano [más bien temprano que tarde]: física, psíquica y espiritualmente hablando. 

La libertad se nos ha dado para elegir entre lo bueno que se nos presenta; y no para elegir el mal. Quien elige el mal, queda prisionero de él, le guste o no; lo reconozca o no; lo admita o no. Porque elegir depende de nosotros, pero no así la consecuencia de la elección tomada. Un ejemplo de la ley natural aplicada a la física podría ser el siguiente. Yo mantengo sujeta en la mano una piedra. Libremente puedo soltarla o no. Nadie me obliga a que la suelte. Pero si lo hago, si la suelto, ya no depende de mí la trayectoria que seguirá esa piedra que, cada vez con mayor rapidez irá acercándose al suelo hasta chocar contra él ... Y esto ocurrirá siempre. En mi poder estaba el soltarla o no. Pero el camino que siguió la piedra al soltarla estaba fuera de mi alcance, no dependía de mí. Sobre la piedra actuaba la ley de la gravedad. Y esta ley actuaba- y sigue actuando- sin tener en cuenta para nada lo que yo desee o quiera.  

Con relación a los seres humanos podemos decir algo parecido. La vida de una persona, de cada persona, tiene un sentido. Nadie se ha dado a sí mismo el ser. Nacimos de nuestros padres y ellos de los suyos y así, en una cadena que nos lleva hasta nuestros primeros padres, que fueron credos directamente por Dios: Adán y Eva. Todos hemos sido creados por Dios, lo admitamos o no. Él nos ha dado el ser y además, nos ha creado libres para que podamos decidir entre obedecerle o no, hacer su voluntad o la nuestra. Eso es lo que está en nuestras manos. 

Ahora bien: si hacemos nuestra voluntad y no la suya; es decir, si lo rechazamos y nos separamos voluntariamente de Él, esta separación produce en nosotros tristeza, vacío y desesperación ... porque Dios es Amor y hemos nacido para amar. Negando a Dios y separándonos de Él, nos estamos separando del Amor, nos hacemos incapaces de amar verdaderamente a nadie ... y entonces nuestra vida carece de sentido. En nuestras manos está el aceptarlo o no, pues para eso nos ha creado libres, pero no depende de nosotros el resultado de la opción que tomemos. Si nos acercamos al Amor nuestra vida adquiere consistencia y sentido. Si nos alejamos de Él caemos en el más profundo de los abismos, ya en esta vida, cual es el de la incapacidad de amar de verdad a nadie. Al volvernos hacia nosotros nos hacemos egoístas. Y en el pecado llevamos la penitencia porque el egoísta no ama a nadie, ni siquiera a sí mismo. Dios no quiere eso para nosotros. Por eso se nos da y nos suplica que lo queramos, porque sólo así podremos ser auténticamente felices, ya en esta vida, en la medida en la que esto es posible.  La felicidad está ligada al amor. Y el amor proviene de Dios. La separación de Dios produce la esclavitud y la tristeza. Y esto es así y no depende de lo que nosotros queramos. 

De ahí la enorme importancia de respetar y de acatar, poniendo en ello todo nuestro empeño, esas leyes que están impresas en el corazón de todo hombre que viene a este mundo, como aquella de "haz el bien y evita el mal" y otras que van orientadas en el mismo sentido. Todas esas leyes, en realidad, se reducen a una sola, y obedeciéndola y haciendo de ello el sentido de nuestra vida, es como podremos experimentar la maravilla y el regalo de nuestra existencia como un Don de Dios. 

Teniendo en cuenta las palabras de Jesucristo, según las cuales hay más dicha en dar que en recibir (Hech 20, 35) y aquellas otras que dijo de que el que quiera ganar su vida la perderá (Mc 8, 35), queda claro que ese regalo de Dios que es nuestra vida, lo hemos recibido para que, haciendo uso de nuestra libertad, se la entreguemos a Él. Entonces, Él nos dará, a cambio, su propia Vida. Y podremos decir, con san Pablo: Vivo yo, pero no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí (Gal 2, 20). Esta relación amorosa con Dios da sentido a todas las cosas y nos hace capaces de consolar a cuantos están afligidos, con el mismo consuelo con el que nosotros mismos somos consolados por Dios (1 cor 1, 4)

El amor, tal como Dios lo entiende, es la ley por la que se rige la vida: el amor rechazado es la causa de la infelicidad de mucha gente. Podemos elegir entre inclinarnos ante Dios y reconocerle como a nuestro Creador y a nuestro Señor, y también como a nuestro Amigo, o no hacerlo. Ahí se encuentra todo nuestro radio de acción en el uso de la libertad que Dios nos ha dado

Ahora bien: una vez que se ha elegido y se ha tomado una decisión, las consecuencias que de ella se derivan no dependen ya de nosotros. Recordemos el ejemplo de la piedra que se dejaba caer y lo relativo a la ley de la gravedad. Pues aquí ocurre algo semejante: el que elige a Dios [y elige, por lo tanto, el amor], tendrá como recompensa la vida eterna. El que rechaza a Dios [y lo hace una y otra vez, insistentemente; y no quiere saber nada con Dios, aunque Dios le dé continuamente la posibilidad de amarle y de volverse hacia Él, mientras le quede un ápice de vida], dado que odia a Dios, no puede, al mismo tiempo amarlo, que esto es el Cielo. Tal elección, voluntariamente tomada, le conduce a la muerte eterna. ¡Qué zopencos somos, a veces, los humanos!

(Continuará)