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domingo, 12 de julio de 2015

El Papa Francisco debe pedir perdón (2 /2) (A.Caponnetto)



2. La sed de Oro 

Se dice, en segundo lugar, que la llegada y la presencia hispánica no tuvo otro fin superior al fin económico; concretamente, el propósito de quedarse con los metales preciosos americanos

Y aquí el marxismo vuelve a brindarnos otra aporía. Porque (...) si la economía determina a la historia y la lucha de clases y de intereses es su motor interno; si los hombres no son más que elaboraciones químicas transmutadas, puestos para el disfrute terreno, sin premios ni castigos ulteriores, ¿a qué viene esta nueva apelación a la filantropía y a la caridad entre naciones?

Únicamente la conciencia cristiana puede reprobar coherentemente -y reprueba- semejantes tropelíasPero la queja no cabe en nombre del materialismo dialéctico. (...) 


Pero aclaremos un poco mejor las cosas.  Digamos ante todo que no hay razón para ocultar los propósitos económicos de la conquista españolaNo sólo porque existieron sino porque fueron lícitosEl fin de la ganancia en una empresa en la que se ha invertido y arriesgado y trabajado incansablemente, no está reñido con la moral cristiana ni con el orden natural de las operacionesLo malo es, justamente, cuando apartadas del sentido cristiano, las personas y las naciones anteponen las razones financieras a cualquier otra, las exacerban en desmedro de los bienes honestos y proceden con métodos viles para obtener riquezas materiales

Pero éstas son, nada menos, las enseñanzas y las prevenciones continuas de la Iglesia Católica en España. Por eso se repudiaban y se amonestaban las prácticas usureras, el préstamo a interés, la "cría del dinero", las ganancias malhabidas. (...) y por eso, sobre todo, se discriminaban las actividades bursátiles y financieras como sospechosas de anticatolicismo. 

No somos nosotros quienes lo notamos. Son los historiógrafos materialistas quienes han lanzado esta formidable y certera "acusación":  ni España ni los países católicos fueron capaces de fomentar el capitalismo por sus prejuicios antiprotestantes y antirabínicos. La ética calvinista y judaica, en cambio, habría conducido, como en tantas partes, a la prosperidad y al desarrollo, si Austrias y Ausburgos hubiesen dejado de lado sus hábitos medievales y ultramontanos. De lo que viene a resultar una nueva contradicciónEspaña sería muy mala porque llamándose católica buscaba el oro y la plataPero sería después más mala por causa de su catolicismo que la inhabilitó para volverse próspera y la condujo a una decadencia irremisible

(...) El oro y la plata salidos de América (nunca se dice que en pago a mercancías, productos y materiales que llegaban de la Península) no sirvieron para enriquecer a Españasino para integrar el circuito capitalista europeo, usufructuado principalmente por Gran Bretaña

Los fabricantes de leyendas negras, que vuelven y revuelven constantemente sobre la sed de oro como fin determinante de la Conquista, deberían explicar, también, por qué España llega, permanece y se instala no solo en zonas de explotación minera, sino en territorios inhóspitos y agrestes. Por qué no se abandonó rápidamente la empresa si recién en la segunda mitad del siglo XVI se descubren las minas más ricas, como las de Potosí, Zacatecas o Guanajuato. (...) Por qué pudo decir Bravo Duarte que toda América fue beneficiada por la Minería, y no así la Corona EspañolaPor qué, en síntesis —y no vemos argumento de mayor sentido común y por ende de mayor robustez metafísica—, si sólo contaba el orono es únicamente un mercado negrero o una enorme plaza financiera lo que ha quedado como testimonio de la acción de España en América, sino un conglomerado de naciones ricas en Fe y en Espíritu. El efecto contiene y muestra la causa: éste es el argumento decisivo (...)

3. El genocidio indígena 

Se dice, finalmente, en consonancia con lo anterior, que la Conquista —caracterizada por el saqueo y el robo— produjo un genocidio aborigencondenable en nombre de las sempiternas leyes de la humanidad que rigen los destinos de las naciones civilizadas

Pero tales leyes, al parecer, no cuentan en dos casos: a la hora de evaluar los crímenes masivos cometidos por los indios dominantes sobre los dominados, antes de la llegada de los españolesni a la hora de evaluar las purgas stalinistas o las iniciativas malthussianas de las potencias liberales

De ambos casos, el primero es realmente curioso. Porque es tan inocultable la evidencia, que los mismos autores indigenistas no pueden callarla. Sólo en un día del año 1487 se sacrificaron 2.000 jóvenes inaugurando el gran templo azteca del que da cuenta el códice indio Telleriano-Remensis. 250.000 víctimas anuales es el número que trae para el siglo XV Jan Gehorsam en su artículo "Hambre divina de los aztecas" (...) y hasta el mismísimo Jacques Soustelle reconoce que la hecatombe demográfica era tal que si no hubiesen llegado los españoles el holocausto hubiese sido inevitable

Pero, ¿qué dicen estos constatadores inevitables de estadísticas mortuorias prehispánicas? Algo muy sencillo: se trataba de espíritus trascendentes que cumplían así con sus liturgias y ritos arcaicos. Son sacrificios de "una belleza bárbara" nos consolará Vaillant. "No debemos tratar de explicar esta actitud en términos morales", nos tranquiliza Von Hagen y el teólogo Enrique Dussel hará su lectura liberacionista y cósmica para que todos nos aggiornemos. Está claro: si matan los españoles son verdugos insaciables cebados en las Cruzadas y en la lucha contra el moro; si matan los indios, son dulces y sencillas ovejas lascasianas que expresaban la belleza bárbara de sus ritos telúricos. Si mata España es genocidio; si matan los indios se llama "amenaza de desequilibrio demográfico"

La verdad es que España no planeó ni ejecutó ningún plan genocida; el derrumbe de la población indígena —y que nadie niega— no está ligado a los enfrentamientos bélicos con los conquistadores, sino a una variedad de causas, entre las que sobresale la del contagio microbiano. La verdad es que la acusación homicida como causa de despoblación, no resiste las investigaciones serias de autores como Nicolás Sánchez Albornoz, José Luís Moreno, Angel Rosemblat o Rolando Mellafé, que no pertenecen precisamente a escuelas hispanófilas

La verdad es que "los indios de América", dice Pierre Chaunu, "no sucumbieron bajo los golpes de las espadas de acero de Toledo, sino bajo el choque microbiano y viral", la verdad —¡cuántas veces habrá que reiterarlo en estos tiempos!— es que se manejan cifras con una ligereza frívola, sin los análisis cualitativos básicos, ni los recaudos elementales de las disciplinas estadísticas ligadas a la historia. 

La verdad incluso —para decirlo todo— es que hasta las mitas, los repartimientos y las encomiendas, lejos de ser causa de despoblación, son antídotos que se aplican para evitarla. Porque aquí no estamos negando que la demografía indígena padeció circunstancialmente una baja. Estamos negando, sí, y enfáticamente, que tal merma haya sido producida por un plan genocida

Es más si se compara con la América anglosajona, donde los pocos indios que quedan no proceden de las zonas por ellos colonizadas -¿donde están los indios de Nueva Inglaterra?- sino los habitantes de los territorios comprados a España o usurpados a Méjico. Ni despojo de territorios, ni sed de oro, ni matanzas en masa

Un encuentro providencial de dos mundos, aunque no con simetría axiológica. Encuentro en el que, al margen de todos los aspectos traumáticos que gusten recalcarse, uno de esos mundos, el Viejo, gloriosamente encarnado por la Hispanidad, tuvo el enorme mérito de traerle al otro nociones que no conocía sobre la dignidad de la criatura hecha a imagen y semejanza del Creador. (...)

La Hispanidad de Isabel y de Fernando, la del yugo y las flechas prefiguradas desde entonces para ser emblema de Cruzada, no llegó a estas tierras con el morbo del crimen y el sadismo del atropelloNo se llegó para hacer víctimas, sino para ofrecernos, en medio de las peores idolatrías, a la Víctima Inmolada, que desde el trono de la Cruz reina sobre los pueblos de este lado y del otro del océano temible.

Antonio Caponnetto