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lunes, 30 de mayo de 2016

LA SALVACIÓN SÓLO ES POSIBLE EN EL SENO DE LA IGLESIA



Acerca de la voluntad de su Padre, nos dice san Pablo con relación a Jesús: "A Él que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que llegásemos a ser en Él justicia de Dios" (2 Cor 5, 21). Y en la carta a los romanos: "El que no perdonó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?" (Rom 8, 32).

Puesto que la voluntad de Jesucristo es la misma voluntad del Padre sería correcto decir también que Jesucristo, voluntariamente, se hizo pecado por nosotros, cargó sobre sí con todos los pecados de todos los hombres de todos los tiempos (pasado, presente y futuro) siendo así que Él no conoció el pecado. Y, sin embargo, hizo suyas todas las inmundicias y pecados de todos, pasando como pecador ante su Padre -no siéndolo- para que en Él se hiciera Justicia. En Él la Justicia de Dios quedaba satisfecha porque, siendo Dios, se hizo realmente hombre y su sacrificio, de valor infinito, fue agradable al Padre, haciendo así posible nuestra salvación que, de otro modo, hubiese sido imposible.

Podrá salvarse todo aquel que quiera, siempre -eso sí- que se someta, con plena libertad, a la voluntad de Jesucristo, haciéndose con Él una sola cosa, tal y como hizo la Virgen María: "He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38). Ella es el modelo perfecto de respuesta a Dios y de abandono total en la voluntad divina.

Después de la muerte y resurrección de Jesús la salvación es ahora posible, pues antes nos estaba vedada, por el pecado de nuestros primeros padres. No obstante, sólo se salvarán aquellos cuya vida se haga una con la vida de Jesucristo. Por eso, es preciso que tengamos "in mente" las palabras de san Agustín, cuando dijo: "Aquel que te creó sin tí, no te salvará sin tí". Dios cuenta con nosotros para salvarnos, cuenta con nuestra libertad, cuenta con nuestro amor y con nuestro deseo de vivir con Él y junto a Él por toda la eternidad.

Los cristianos formamos un solo cuerpo, el cuerpo Místico de Cristo, cuya cabeza visible es el Papa y su verdadera Cabeza, invisible, es Jesucristo: "En ningún otro hay salvación" (Hech 4, 12). Es preciso la unión con Jesús pues sólo a través de Él, con Él y en Él tenemos acceso al Padre: "Nadie va al Padre sino por Mí" (Jn 14, 6), decía Jesús, el cual "amó a la Iglesia y se entregó a Sí mismo por ella para santificarla, (...) para presentarla resplandeciente ante Sí mismo, sin mancha ni arruga o cosa semejante, sino para que sea santa e inmaculada" (Ef 5, 25. 27).

[Hay una encíclica especial, relativa a este tema, la “Mystici Corporis Christi”, del papa Pío XII en la que se recoge toda la doctrina de la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo. El enlace a la encíclica da una página escrita en Inglés. Se puede pinchar aquí o también aquí para leer la traducción al español]

Como la Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo, y sólo en Cristo podemos salvarnos, resulta que sólo en el seno de la Iglesia, la única Iglesia verdadera, que es la Iglesia Católica, podremos estar verdaderamente unidos a Jesús. De ahí la conocida expresión: "No hay salvación fuera de la Iglesia" que sigue siendo verdad.

[Habrá gente que se salve y que no conozca a Jesucristo, por ignorancia invencible, puesto que Dios siempre pide en función de lo que da y no sería justo castigando a aquellas personas que, actuando de buena fe, no han tenido la suerte de que alguien les hablara de Jesús. Dios, que conoce todo y conoce el corazón de las personas, sabe si una persona, en concreto, de haberle conocido, le hubiera dicho que sí. Sólo Él posee todos los datos de los que nosotros carecemos. Y El es infinitamente justo y misericordioso. Una cosa sí es segura: Y es que todos aquellos que se salven, aun en esos casos, lo harán siempre a través de la Persona de Jesucristo y formando, por lo tanto, parte de su Iglesia. Esto es lo que siempre se ha predicado a lo largo de la Historia de la Iglesia (no hay que confundir esto con la falsa idea de que todos se salvarán o de que lo mismo da tener una religión u otra o incluso no tener ninguna). Eso sí, entender el cómo lo hará (pues al hacerlo esas personas es como si hubieran recibido el bautismo, tal vez el bautismo de deseo) eso es algo que queda en el misterio, un misterio que aceptamos, pues proviene de Él,  aunque no lo comprendamos en toda su envergadura, lo que tiene sentido, pues si llegásemos a comprenderlo, ¿dónde quedaría el misterio?]

Esta idea de que sólo a través del Hijo podemos llegar al Padre, es fundamental. Ahora bien: el Hijo se hizo hombre en Jesucristo y fundó una Iglesia. Hay primeramente una promesa a Pedro: "Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto ates en la tierra será atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos" (Mt 16, 18-19). Y luego, una vez resucitado, hace realidad esa promesa, cuando por tres veces le pregunta si lo ama, a lo que Pedro contesta: "Señor, Tú lo sabes todo; Tú sabes que te amo". Y Jesús le dice: "Apacienta mis ovejas" (cfr Jn 21, 15-17).  Pedro queda constituido así como el responsable del cuidado de las ovejas de Jesucristo. La Iglesia comienza a existir como tal. 

Por otra parte, el acceso a la Iglesia tiene lugar, normalmente, por medio del bautismo, según las palabras de Jesús a sus discípulos, una vez resucitado y poco antes de su ascensión a los cielos: "Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 18-20). En los Hechos de los Apóstoles se narra el comienzo de la primitiva Iglesia. 

Eso sí: recibir el bautismo es condición necesaria pero no suficiente para poder entrar en el Reino de los Cielos. Es preciso que aquellos que han nacido a la Vida de la gracia, se comporten como miembros vivos de la Iglesia; o lo que es igual, que vivan en gracia de Dios, mediante el cumplimiento de sus mandamientos y un amor cada vez mayor a Jesucristo. Y esto a lo largo de toda la vida: "El que persevere hasta el fin, ése se salvará" (Mt 24, 13).

Esta labor se nos podría presentar como imposible. Y en efecto lo es, porque estamos heridos por el pecado de origen. Sin embargo, eso no nos puede llevar al desánimo porque contamos con sus fuerzas, las del mismo Jesucristo: "Sin Mí nada podéis hacer" (Jn 15, 5) -nos dijo- pero, como san Pablo, podemos decir: "Todo lo puedo en Aquel que me conforta" (Fil 4, 13).

Todos somos pecadores: "Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros" (1 Jn 1, 8). Esto es cierto, pero también es verdad que "si confesamos  nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonar nuestros pecados y purificarnos de toda injusticia" (1 Jn 1, 8). 

Sabemos, pues, que Dios perdona nuestros pecados cuando nos arrepentimos sinceramente de ellos y hacemos uso del sacramento de la Confesión que Él mismo instituyó. Eso nos debe de animar: primero, a "luchar hasta la sangre en nuestra lucha contra el pecado" (Heb 12, 4); y segundo -y lo más importantes, a saber que "nuestra suficiencia nos viene de Dios" (2 Cor 3, 5). 

Además, como decía san Pablo a los corintios: "Fiel es Dios que no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; antes bien, con la tentación os dará también el modo de poder soportarla con éxito" (1 Cor 10,13). De manera que vivamos tranquilos y con esa confianza en Dios propia de los niños pequeños. Y si caemos, pues a levantarnos y a seguir caminando: "Hijos míos, os escribo estas cosas para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos un abogado ante el Padre: Jesucristo, el Justo. Él es la víctima propiciatoria por nuestros pecados; y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo" (1 Jn 2, 1-2)

José Martí